Barrio Bomba, la nueva novela del escritor John Jairo Junieles (2024)

Por: Juan Lozano

Barrio Bomba es la nueva novela del periodista y escritor J. J. Junieles, quien siempre ha estado muy ligado a Cartagena desde su infancia. Junieles ganó en el año 2022 el Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá, convocado por IDARTES, y fue incluido en la revista The London Magazine de Inglaterra en su primera antología de literatura colombiana. Junieles también ha publicado, entre otros títulos, “El hombre que hablaba de Marlon Brando” (Planeta), que cuenta muchas anécdotas de la historia del cine en Cartagena. Lea: John Jairo Junieles gana Premio de Cuento Ciudad de Bogotá

Barrio Bomba, editada por Taller de Edición Rocca, cuenta la historia de la familia Bonanza y es también el relato de su mundo, Barrio Bomba, esa patria del corazón de muchos que es el viejo barrio y su mitología de seres terrestres y alucinantes. Lea: Marlon Brando, la novela de J. J. Junieles

Aquí compartimos un fragmento de su primer capítulo:

Barrio Bomba, la nueva novela del escritor John Jairo Junieles (1)

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Mi recuerdo más antiguo es donde estoy sentado en las piernas de Natividad Bonanza, mi madre, tomando leche de una botella caliente, observando sus pechos bajo la blusa, que subían y bajaban, subían y bajaban, y entonces me río, con una risa de la que ya no me acuerdo.

Empiezo a toser, me falta el aire y estoy pálido como la barriga de un pescado. Mamá empieza a darme golpes en la espalda, con el cuenco de su mano, primero suave y luego fuerte, ¡tras!, ¡tras!, ¡tras!, y entonces regreso al mundo después de ver una luz al final de un túnel.

Así que comenzaré por el principio. ¿Cómo llegué a ser el espermatozoide más rápido de todos? Todavía no lo sé. Nací cansado, soy como esa gente que matan de primero en las películas de terror y me he tropezado tanto que ya caigo con estilo; con los años sabrán que incluso para aterrizar o estrellarse, en el peor caso, se necesita estilo. Todos lo saben, sobre todo ella, mi madre, que lo pregonaba desde el principio de los tiempos, porque recordaba aquellos días que duró pariéndome, mientras pensaba que de esa cama salía directo para el cementerio, sin haberse podido confesar y dejando esa criatura a la suerte de Dios y del Diablo.

Me imagino a mi madre haciendo fuerza, sacando aliento de donde ya no podía, su corazón convertido en un puño cerrado envuelto en sangre, tratando de expulsarme del vientre, entre los rezos y palabras de aliento de la partera para que no bajara los ánimos. «¡El dolor pasa, muchacha, pero la gloria del Señor es para siempre!», gritaba la comadrona mientras cacheteaba a mamá, buscando despertarla de sus desmayos y delirios. ¡Wow! ¡Eso sí era adrenalina!

Aquella mujer que mi abuela Sagrario había buscado tuvo que sacarme como pudo, ya sin aliento, tirando de mis pies con sus manos acostumbradas a los milagros de la vida, pero no a la rebeldía de algunos animales. Me cortó el ombligo con una tijera para castrar cerdos y motilar caballos, después me lo amarró con un cordón de los zapatos de mi padre, que estaba en el patio fumando y escuchando música en la radio como si no pasara nada en el resto del planeta, como si la vida no fuera con él, en este mundo donde si alguien se descuida se lo comen las hormigas o se lo lleva un perro en la boca.

Sin embargo, la gloria nunca llegó. «¡Muchacho bandido!», repetía mi abnegada madre cada vez que me pillaba haciendo travesuras y maldades, y recordando lo que había sufrido para traerme a este mundo donde el amor y el interés se fueron al campo un día y más pudo el interés que el amor, la necesidad tiene cara de perro, el que espabila pierde, y hay que amarrar con cadenas los televisores en los moteles.

Yo era una especie de duende callejero, miembro de una familia en cuyo árbol genealógico todas las ramas estaban torcidas, y que preferían que yo estuviera en las esquinas con los otros muchachos, jugando hasta la medianoche, siempre que los dejara ver la telenovela en paz.

«¿¡Con qué habrán alimentado a estos niños!?», se preguntaba en voz alta la gente que pasaba. Nos criamos entre la televisión y la calle, aprendiendo a hipnotizar en cursos por correspondencia, practicando esos trucos con los perros y los gatos callejeros, doblando cucharas con el poder de la mente y, sobre todo, tratando de llegar vivos al día siguiente; en tiempos en que cualquier cosa que tenía sangre se comía y la gente creía que podías aprender matemáticas si dormías con el libro debajo de la almohada. También pensaban que la luna los seguía cuando caminaban o corrían por la calle y que si botaban un pedazo de pan a la basura era pecado porque el pan era la cara de Dios. Alguien dirá: «¡Ese man es bravo para echar embustes! ¡No le dice la verdad ni al médico!», pero yo le respondería: «¡Nadie baja al infierno sin chamuscarse y se queda con las ganas de contar el cuento!».

Mi principal problema, durante mi juventud, que me tuvo acomplejado durante años, es que yo era muy flaco, ¡más carne tenía una empanada de queso que yo!, ¡más nalgas se le veían a un calzoncillo colgado en un clavo!, ¡más flaco que las seis en punto en el reloj colgado en la pared! Y todo eso me llevó a soñar con ser fisiculturista. Me puse a levantar pesas de madera y cemento en un gimnasio improvisado en el patio de mi casa que mi primo Serafín se inventó; pero entre más ejercicio hacía, más flaco me ponía, y así me fui pareciendo a esos conejos, ya sin ninguna piel, que cuelgan en el mercado popular, atravesados por pedazos de madera y crucificados en el altar del hambre ajena, que siempre es mucha, porque el hambre es tan buena maestra que hasta a los animales adiestra, y más judíos hicieron cristianos el tocino y el jamón que la Santa Inquisición.

Mejor vamos a comenzar a contar por donde hay que empezar, es decir, por el principio de las cosas, mejor dicho, por el mismo origen, por allá en los amaneceres del siglo XX; aunque después vayamos más atrás, para descubrir lo que falte por boca de otros, ¡oh, sorpresa!, que el mundo ya existía antes de que naciéramos y el planeta no comenzó a girar cuando nosotros abrimos los ojos la primera vez.

Siempre es bueno hacer eso, contar las cosas anteriores, porque nunca falta el necio que piensa que estas calles no significan nada para nadie, y también sabemos que quien conoce poco, a menudo repite las mentiras ajenas, y hablando se descubren infinidad de cosas, mientras que callando se ignoran muchas. Y por eso la abuela decía: «Un muerto mató a un herido, el ciego lo vio matar, el cojo salió corriendo y el mudo se fue a contar».

Al principio, la gente del barrio sintió como si el mundo estuviera empezando otra vez, porque podían contarse con los dedos las casas de madera levantadas en medio de la maleza, sobre troncos flacos como la vara que llevaba Moisés en las manos, según el Antiguo Testamento. He aquí el itinerario de los primeros recuerdos, borrosos como la cinta de una película muda. Todavía la tierra no estaba dividida y la gente seguía llegando, yerbas del mismo pantano, expulsados por la violencia o el hambre, desde pueblos lejanos, con sus brazos tostados por el sol del camino y gotas de sudor en los labios. Muchos de ellos no sabían el nombre y para qué servían muchas cosas, porque apenas las estaban viendo por primera vez.

Mis abuelos, Sagrario Villabona y Feliciano Bonanza vinieron de un pueblo sin nombre porque en casa siempre estuvo prohibido pronunciarlo. Se fueron huyendo de allá sólo con el Cristo por delante, porque dicen que llegó una peste de sueño que enfermó a todos sus habitantes, poniéndolos a dormir sin avisar, de un momento a otro, en medio de sus oficios diarios, y luego duraban dormidos por varios días, semanas, y despertaban con mucha hambre, aunque algunos morían durante el sueño.

Y eso también le pasó a Marlene, la hermana menor de mi madre, entonces por precaución, para evitar que toda la familia se contagiara, y pensando sin mayores temores que sería sólo por algunos pocos días, se marcharon del pueblo. Se instalaron en una posada para viajeros en la carretera; después pasaron los días y en vista de que Marlene no despertaba, emprendieron el camino de regreso a la aldea sin nombre.

En el camino se encontraron a un cartero, que estaba visiblemente alterado, con los ojos rojos, como de conejo. Les preguntó a los Bonanza hacia dónde se dirigían y ellos respondieron que hacia la aldea sin nombre porque allá vivían.

—¡No vayan! —dijo el cartero, con la voz temblando y el rostro pálido—. ¡Eso que pasó allá no es natural! Se los digo yo que he hecho varios cursos por correspondencia y sé de muchas cosas: un vendaval con lluvia y truenos se llevó por los aires a esa aldea, los techos y paredes volaron como si fueran cometas, arrancó de raíz los árboles, todo desapareció de la faz de la Tierra, como si Dios le hubiera pasado su escoba por encima. Mejor devuélvanse. Yo no volveré a ser el mismo después de ver todo eso —y el cartero siguió su camino temblando. Se quedaron los Bonanza detenidos, sin saber qué hacer y en silencio; una hora después una mujer pasó, junto a otra gente, montados todos en burros, y les contaron la misma historia con otras palabras.

—¡Lo que yo he sufrido en esta vida no está escrito! ¡Nos salvamos porque arriba de Dios no vive nadie! —dijo la abuela Sagrario, con su pelo asegurado por una pañoleta y siempre ataviada con vestidos olorosos a naftalina—. ¡Porque nuestro Señor es justo y bueno y dulce y aquí nadie se da cuenta de eso y por eso siempre andamos jodidos!

Así que los Bonanza tuvieron que emprender el viaje en dirección a cualquier parte, en busca de una mejor suerte en la vida, porque pies para qué los tenemos, y recordando eso, algunos dijeron que quien pierde el techo se gana las estrellas del cielo. Tal vez lo más difícil de la travesía fue que llevaron consigo a la tía Marlene, nombrada así en honor a Marlene Dietrich, la actriz alemana de la que se enamoró mi abuelo Feliciano, cuando la descubrió en la primera película que vio en su vida, por allá en la zona bananera.

Arrojados a un viaje sin brújula, atravesaron tierras por las que se encontraron con viajantes de comercio, recaudadores de impuestos, vendedores de milagros, campesinos desterrados —casi todos por la violencia de políticos—, terratenientes y policías confabulados para robar tierras ajenas, por donde corren ríos que llevan desde siempre el color de la sangre. Muchos de esos campesinos se unieron a la caravana sin rumbo, con muchas ganas de encontrar un lugar donde las cosas fueran diferentes, y se la pasaban rezando todo el tiempo y se escondían a veces en los montes a orillas del camino para evitar el contacto con gente extraña y los peligros propios del recorrido.

Vieron vaqueros, cirqueros, santones locos con túnicas sucias de tierra, gitanos criadores de caballos, evangelizadores pentecostales, ladrones y buscavidas. Hasta que llegaron a una carretera, que de acuerdo con el horizonte, no parecía tener ningún final, y por cuyas orillas continuaron, sólo con la ilusión de que en algún momento apareciera algo que se pareciera a la tierra prometida.

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